EL IDIOMA DE LOS QUE REGRESAN

JUAN SANTANA VEGA

 

Juan Santana Vega
Juan Santana Vega

A José Manuel Moreno Noble

De todos los idiomas que hoy se hablan en el mundo se me antoja pensar que uno de los que más regionalismos, dequeísmos, americanismos, barbarismos, neologismos, eufemismos, arcaísmos, galicismos, neismos, anglicismos, modismos y muchos otros “ismos” e incluso idiotismos, tienen, es el español. No sé hasta qué punto estas características o imperfecciones idiomáticas hayan podido enriquecer y envilecer, al mismo tiempo, nuestra lengua. No se puede descartar que en ello se haya basado el pensador francés Voltaire, para que dijera en su ya famoso y clásico Diccionario Filosófico, que el español es una de las lenguas más pomposas y más contaminadas que hoy existen.

La anterior verborrea la traigo a cuento para demostrar que así como la lengua de Cervantes se ha contaminado con cuanto virus, bacterias y microorganismos tienen otros idiomas, también sucede con los dialectos internos de los países y regiones que hablan la lengua de Castilla. Un caso concreto: el nuestro. Esto, en cierta forma, además de contribuir a esa contaminación de que habla el autor de Cándido, nos está haciendo perder la identidad y la dignidad frente a otras culturas.De todos los idiomas que hoy se hablan en el mundo se me antoja pensar que uno de los que más regionalismos, dequeísmos, americanismos, barbarismos, neologismos, eufemismos, arcaísmos, galicismos, neismos, anglicismos, modismos y muchos otros “ismos” e incluso idiotismos, tienen, es el español. No sé hasta qué punto estas características o imperfecciones idiomáticas hayan podido enriquecer y envilecer, al mismo tiempo, nuestra lengua. No se puede descartar que en ello se haya basado el pensador francés Voltaire, para que dijera en su ya famoso y clásico Diccionario Filosófico, que el español es una de las lenguas más pomposas y más contaminadas que hoy existen.

Ahora sí, entremos a tallar sobre el asunto que me ha motivado a escribir esta especie de crónica.

Bajo Grande, o, mejor, “El Bajo” como cariñosamente se le conoce a este pueblo en la región, es una comunidad que a pesar de ser relativamente pequeña tiene gente regada por muchas ciudades de Colombia y de algunos países limítrofes. Unos se han ido con la esperanzadora ilusión de mejorar económicamente su forma de vida, otros para salir de la intrincada manigua de la ignorancia adelantando estudios en algunas ramas del saber, y otros, que afortunadamente son pocos, lo han hecho por ingratas circunstancias que no es del caso detenernos a analizar.

Me parece loable esa búsqueda de nuevos horizontes y nuevas formas de vida. Esa especie de voluntario éxodo que han venido realizando desde hace mucho tiempo mis paisanos, de alguna manera les ha permitido conocer nuevos rumbos y otras culturas. Lo nocivo, lo malo, lo negativo de ello está en que la gran mayoría no saben sacarle el verdadero provecho a esas oportunidades que les ha brindado el destino en el sentido de que ello les sirva para reafirmar su cultura de origen tomando como punto de referencia las foráneas, sino que la cosa se les ha convertido en un peligroso bumerang de aculturamiento al dejarse adsorber por esas extrañas civilizaciones.

Hasta donde llega mi flaca memoria, los primeros grupos de emigrantes que salieron de Bajo Grande fue para las regiones de El Troncal y El Catatumbo. Por esos andurriales estuvo mi padre, un tío por la vertiente materna y otras personas del pueblo. Como yo aún no había nacido no puedo dar testimonio de qué tan influenciados regresaron mis parientes y paisanos de esos confines carreteros unos y petroleros otros.

Después la gente empezó a emigrar a Montelíbano y a las pequeñas poblaciones y fincas ganaderas vecinas a la ciudad de Caucasia. Eran estos sitios los que le brindaban mayores perspectivas de trabajo a mis coterráneos. La influencia que ejercieron aquellas regiones en la estructura intelectual de dichas gentes, fue muy poca por no decir que nula. La ciudad, al igual que la enmarañada y misteriosa selva de que nos habla Rivera, así como da quita y quienes no estamos preparados para enfrentarla con verdadera entereza de ánimo, caemos redondos en el beriberi del modernismo como cuando se le tuerce el pescuezo a un pollo. A ese alejamiento de los centros urbanos de la época se debió que estos primitivos trotamundos bajeros no hayan sido víctima de los bruscos cambios que hoy están padeciendo muchos de los que conforman las nuevas generaciones viajeras.

Para la década de los años cincuenta y sesenta hubo en el pueblo y en la región, una especie de fiebre de tabardillo emigratoria a Venezuela. Para ese entonces el vecino país era la tierra prometida. El edén. La región de la leche y la miel. Sin embargo, ir en ese entonces a la patria de Simón Bolívar era correr el riesgo de no regresar jamás, bien porque mis coterráneos terminaban enamorándose de aquellas tierras como alocada quinceañera, bien porque no encontraban el camino del retorno o bien por el caso más triste: la muerte. El miedo a esta última razón sumada a la carencia de un buen sistema de transporte, al desconocimiento de sus costumbres y a la incertidumbre de las trochas y a la clase de trabajo que allá se realizaba, ponían a más de uno a pensarlo dos y hasta tres veces antes de emprender el sueño venezolano. Hoy la cosa ha dado un vuelco de casi 180 grados, debido a diferentes circunstancias; por ejemplo, a la existencia de un moderno y rápido transporte y a la facilidad para ingresar gracias a la anuencia y complicidad de las autoridades de ambos países. No obstante, a los primeros temores y a las facilidades últimas, muchos cogieron el camino o mejor la trocha y se perdieron en las fincas y criaderos de pollos del vecino país.

Pues en esa época bajero que fuera a Venezuela y no regresara con una grabadora de tres o cuatro bandas y un reloj de cuarzo que le llenara de vanidad y de “desgonzamiento” la muñeca izquierda dándole un aire de pato abaleado, corría el riesgo de que no se le creyera la aventura de haber estado en la tierra de don Andrés Bello. Eso hizo que el pueblo se convirtiera en una caja de música y su estado del tiempo estuviera más cronometrado que las carreras de Juan Pablo Montoya y los Schumacher. Todo eso contrastaba con la actitud y las poses afeminadas de algunos que regresaban como de un viaje interplanetario; pues en el pueblo, quienes nos quedábamos, les mirábamos como a héroes de guerras que nunca libraron o como pichones de dioses.

Pero el tiempo que lo que no acaba lo moldea a su antojo “encompinchado” con la sociedad de consumo, popularizó y le quitó la importancia a las grabadoras y a los relojes de cuarzo, dejando a los bajeros sin una prueba madre o una impronta que nos demostrara que habían estado en territorio venezolano. Fue entonces cuando tuvieron que echar mano de la fonética y el dialecto regional del vecino país para demostrar que si habían estado por allá.

Hasta ese entonces la situación era tolerable para quienes nos quedábamos en el pueblo a la espera de que sucediera el bullicioso regreso. La cosa empezó a complicarse y a ponerse maluca en los últimos tiempos cuando los bajeros emprendieron otros rumbos y conocieron otras culturas. Se regaron como verdolaga en playa por los cuatro puntos cardinales del país. Unos viajaron a Medellín, otros cogieron para Bogotá, Cali, Cartagena, Barranquilla, Riohacha y otras ciudades menos cosmopolitas.

La situación cada año se ha venido empeorando y haciéndose insoportable para las temporadas de cuaresma, navidad y año nuevo. Quienes vienen de Venezuela llegan más venezolanos que el propio Huguito Chávez, al hacer uso de un hablado que “mejor dicho” es una especie de híbrido entre el lenguaje regional y la jerga del vecino país. Igual ocurre con los que vienen de las ciudades colombianas. La parla “ajeringonzada” de cada uno de esos centros urbanos, es lo que más muestran mis pobres paisanos en ese triste proceso de aculturamiento en que han sucumbido. El pueblo con tanto “Eh ave maría, pues”, antioqueñizado; el “Cónchale vale”, venezolano; el “mirá, ve”, acompañado del “jalaito” y la musicalidad del caleño; los “alitas y sus mercedes”, de los cundino—boyaco; y la bacanidad acompañada del “tumbao” cartagenero y currambero en el andar, hablado a un mismo tiempo en un pueblo tan pequeño, en donde todos somos vecinos y amigos, me trajo a la memoria el estruendoso fracaso de la torre de Babel, en el que Dios para castigar tan soberbio proyecto de ingeniería civil sin licitación, le confundió el lenguaje a los arquitectos, ingenieros, albañiles y maestros de obras que allí trabajaban, dando así origen a las diversas lenguas que hoy se hablan en el mundo. Pues algo, guardadas las proporciones, sucede en Bajo Grande para las ya citadas épocas del año.

Y cuando ese personal que ya ha adquirido los perfiles de ser unos extraños en su propio patio, se regresan del pueblo, éste empieza a reponerse de los porrazos y desastres idiomáticos que le causaron los mismos que él parió y crió. Además de ese estado de confucionismo en que estuvo en dichas temporadas y de aletargamiento en que queda como si le hubiesen hecho sesiones de quimioterapia, la misma naturaleza humana se encarga de volverlo por el camino de la normalidad importándole que parecida o peor situación vuelva a vivir en próximas temporadas fiesteras.

Pero el pueblo que es inflexible y usurero, no perdona las acciones ridículas, vergonzosas y vergonzantes de sus gentes, más el bajero que es terrible escatológicamente hablando, se las ingenia para que lo malo de sus hijos no quede impune y sin su merecido castigo.

Una de las formas de aplicar justicia y de hacer honor a ese viejo y sabio refrán que a la letra dice: “pueblo pequeño infierno grande”, es echando mano de su picaresca. Debido a esa cáustica y anónima ironía, hoy existe un sector de la población con el cachaco nombre de “El Poblado”, uno de los barrios más elegante y modernos de Medellín, y muchos pueblerinos lleven apodos que no son propios de nuestra tierra.

Si uno como investigador y no como veedor de la vida ajena, busca y rebusca en los vericuetos de la cultura de los pueblos, se repecha con casos sui generis por no decir que insólitos; por ejemplo, el que me comenta la poetiza Kenia Martínez de la ciudad de Cereté. Ella dice que en su pueblo hay una señora que jamás ha salido de la región y es probable que no conozca a Martínez ni a Pelayito, que son las poblaciones que más cerca le quedan; sin embargo, es una guata de armas tomar en el hablar que parece nacida en el barrio Guayaquil de la Capital de la Montaña, y criada a base de claro y arepa. Kenia sostiene que lo que ocurre es que la mentada señora, nacida en las riberas del caño de Bugre, comedora de moncholos ahumados y babillas “jilachada”, tiene algún tiempo de venir trabajado como mandadera y servicio de cocina en casa de una pareja paisa que se vino a vivir a la ciudad del cacique Té y se ha compenetrado tanto con ese ambiente interiorano que allí se vive, que no ha sido inmune al virus del dialecto cachaco.

Otros no son sólo víctima de las trampas del lenguaje sino de otras costumbres foráneas, tanto así que ahora se les ve por el pueblo con un poncho curtido terciado al hombro o arropadas en las siete yardas de una vestimenta de colores escandalosos, típica de otras regiones, o bajo la sombra mezquina de un sombrero aguadeño en lugar del vueltiao nuestro.

También se ha dado el caso de algunos que han regresado al pueblo y no han querido salir de nuevo porque les fue como a los perros en misa de cinco, entran al triste proceso de olvidar el dialecto que trajeron porque no tienen con quien practicarlo o porque en su casa y los amigos del pueblo no se lo toleran, y tratan de recordar los giros y regionalismos de su tierra, quedando entonces atrapados como en una especie de limbo idiomático. Los que aún les queda un poco de perseverancia hacen ingentes esfuerzos para no llegar a la mudez, y empiezan a cancanear como loro “manglero” en el proceso de hablar un nuevo idioma.

Para que lo anterior tenga más solidez y para quienes no hayan entendido lo que hasta ahora he comentado, qué mejor que transcribir un hecho anecdótico que me contó mi compadre Enrique “El Quique” Argumedo.

El compadre “Quique” adorna su relato con su mirada de cuerpo entero y sesgado, y la risita sardónica que siempre lo ha caracterizado, evitando, claro está, no sucumbir en un exceso delirante de burlescas risotadas por lo de la hipertensión que hace tiempo lo mima.

“¿Recuerda compadre Juancho, cuando vino N*** de Venezuela que era muy poco lo que se le entendía cuando hablaba? Esa terminología no tan caraqueña como tachirense que él trajo de por allá, le creó más de un problema con la gente del pueblo y los de su propia casa. Él, incluso antes de irse a trabajar a Venezuela, era un poco mal mandado y pretencioso, usted lo conoce más que yo. Es de esos hijos pechichones que ponen a las sufridas madres a reventar cincha para que les consigan agua llovida en pleno verano porque el calor no lo refrescan sino es bañándose con agua caída del cielo. Pues bien. A los dos o tres días de haber venido dizque de Caracas y de estar celebrando su venida con el papá, llamó a la mamá para decirle en medio de los estropicios de un guayabo terciario y bañado en un sudor aceitoso como de “buldocero”, propio de los enguayabados, que le consiguiera algo efectivo para el “ratón” que le roía las entrañas. La señora, ignorante la pobre de que allá en las tierras por donde anduvo su hijo, a ese estado tormentoso que le sigue a una borrachera de tres días, se le conocía con el mismo nombre del dañino roedor, fue donde su comadre Lorenza a que le prestara el gato”.

Me sigue contando el compadre “Quique” que cuando el hijo vio a la madre con aquel animal flaco, de color barzino y rabo entrepelado que le ronroneaba en los brazos, dizque le dijo: “Cónchale vale, ¿y ese bicho para qué, chica?”. “Pues para qué va a ser sino para la ratonera que te está ‘rullendo’ las tripas, hijo de la gran puta que te parió” –le respondió la señora ya un poco mal humorada y cansada de tanto cocinar y trasnochar para atenderlo, al tiempo que le ‘chondeaba’ en la hamaca a “Siete vidas” que así se llamaba el ‘murrungo’, dispuesta a lo que fuera.

Mientras tanto, en el piso de tierra desolada del comedor, el padre, alcahuete del hijo disoluto, se debatía en medio de la ventisca de una de las borracheras y de un vomito agrio, seguía cantando con el acompañamiento de un hipo babeado, este sonsonete: “Su papá decía… háganlo llegar… mi hijo ha vuelto… vamos a celebrar”.

Como podemos ver, este es un caso típico de los paradigmas dominantes de que nos habla Orlando Fals Borda, y que tenemos que empezar a enfrentar para que no terminen haciéndonos perder nuestra identidad. Es indudable que como pueblos nos estamos debatiendo en una etapa de formación, a pesar de los muchos años que tenemos de existencia. No tenemos conciencia del valor de lo que poseemos. Somos unos copiones de extrañas culturas. La nuestra que es tan rica y bella, la consideramos débil y de poco valor, y eso hace que nuestro espíritu sea fluctuante y tornadizo como lo están demostrando mis paisanos y otras gentes de la región.

Montería, marzo de 2003

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