A propósito del caso ‘Charlie Hebdo’
De la sátira y sus alrededores
Un escritor hace un viaje por la historia a través del humor, ahora blanco del terrorismo internacional.
Por: José Luis Garcés González / Especial para El Espectador
La sátira es considerada como la forma más sencilla del ingenio, pero creo que esto no es así cuando corren malos tiempos… Jonathan Swift
La palabra sátira parece tener algunos familiares cercanos. Pero no nos confundamos. Los vocablos sátiros o satiriasis se semejan en grafía a sátira, pero no en su semántica. Sátiro y satiriasis tienen alta la libido. Sátira, en cambio, tiene alta la mordacidad o la crítica; al parecer, algo poco sexual.
Sátira puede ser una referencia crítica, humorística, pensante, de una actitud o de un comportamiento individual o colectivo. Una sátira puede adobar la palabra, pero es imposible evadir el filo de su herida. El diccionario de la Academia Española, en una de sus definiciones, dice: “escrito cuyo objeto es censurar acremente o poner en ridículo a alguien o a algo”. Vemos, entonces, que el objetivo de la sátira no es sólo burlarse o hacer humor, sino denunciar o, quizá, ayudar a corregir un comportamiento.
La sátira surge en Grecia, y se cree que se origina “en las representaciones de satiroi, alegres divinidades campestres griegas usuarias de un vocabulario mordaz y obsceno”, pero alcanza su plenitud en Roma, y no sólo es, como algunos creen, un género literario, sino que la hallamos en diversas expresiones: en las artes escénicas, en las artes cinematográficas, en las artes gráficas. La caricatura, que es una forma visual de parodiar los actos o las creencias, fue respondida hace poco con la atrocidad sucedida con los dibujantes de Charlie Hebdo.
La sátira se nutre con los elementos de la ironía, el sarcasmo, la analogía, el ridículo y la parodia, entre otras manifestaciones similares, y se refiere a todo lo humano: la vida citadina y pueblerina, los gobernantes, las mujeres, los parásitos sociales, las costumbres disipadas, los dioses, los banquetes y las orgías, la hipocresía, las desgracias del propio escritor, en fin, todo lo que altere o influya la visión del satírico. Así ha sido desde sus inicios.
Una rápida y breve mirada a la historia de la sátira nos señala un grupo robusto de satíricos, que no sátiros, cuya lista cubre gran parte de las expresiones artísticas, políticas e ideológicas. Mencionemos algunos. En Grecia, por ejemplo, Aristófanes (445-386 a.C.), el ya conocido cuestionador de Sócrates y de Eurípides, con su obra La asamblea de las mujeres, formuló una crítica tenaz a la ineptitud del gobierno encabezado por los hombres y puso a las mujeres a manejar los asuntos de la polis. Allí, para no ir más lejos, pueden encontrarse las primeras manifestaciones del feminismo que eclosionaría con fuerza veinticuatro siglos después. Luciano de Samosata (125-192 a.C.), caminante, conferencista, escritor de envergadura, logró la fama a través de sus diálogos: Diálogos con los muertos, Diálogos con los dioses, Diálogos con las meretrices… Su estilo claro y directo, tocado de fino humor, no teme burlarse de sí mismo ni de las ideologías establecidas. Rabelais, Voltaire y Swift, entre otros, se consideraban deudores de Luciano.
En Roma, como se dijo, la sátira alcanzó su esplendor. Los nombres de Ennio (que se cree su creador en el Lacio), Séneca, Catulo, Horacio y Juvenal, se destacan en el panorama satírico. Este último, verbigracia, no se cansaba de increpar los modales disolutos de la Roma en decadencia y dejó para la posteridad frases o aforismos que la gente pronuncia sin saber quién es su autor: panem et circenses (pan y circo), rara avis (persona poco común), mens sana in corpore sano (mente sana en cuerpo sano). Un poema suyo a Agripina, mujer de Claudio, se halla entre los inolvidables clásicos de la sátira erótica y denunciante: “… y ella, la última a disgusto, insatisfecha, palpitando su vulva de furor, / cansada de hombres aunque no saciada… / se recogía en el lecho augusto / degradada ahora por la infecta huella del lupanar” (Sat. VI). Por satirizar a un actor influyente en la corte y por cierto aire antimilitarista en sus creaciones, fue desterrado a Egipto y confiscados sus bienes. Como se nota, fue exiliado, pero no asesinado por el uso de la sátira.
Séneca (4 a.C. – 65 d.C.) aconsejaba en su cartas a Lucilio las normas correctas para aprovechar el tiempo, escoger las amistades y propiciar el descanso. Todavía se utiliza su libro De vita brevis en las facultades de filosofía y politología. Su vida es material para el cine y la novela. Séneca, que era un divulgador moral, tenía en su contra algunos procesos por vida disipada y comportamientos anómalos que lo obligaron a huir de la ciudad. Y no siempre coincidieron su prédica y su práctica. Hay quienes creen que su suicidio lo salvó para la posteridad.
Catulo (87-57 a.C.), por su parte, se enemistó con César por ambiciones políticas y le lanzó una salva de diatribas, pero fue débil cuando se enamoró perdidamente de una mujer casada de nombre Clodia (a la que luego dedicaría Poemas a Lesbia), “bella y licenciosa”, que le fue infiel y le perturbó la vida durante varios años. Por ese dolor escribió unos versos mordaces y memorables: “… lo que dice una mujer a su amante / conviene escribirlo en el viento y en el agua rápida”. Murió joven, sin recuperarse del desastre amoroso.
Erasmo de Róterdam (1461-1536) fue clérigo y a la vez crítico y satírico. El libro por el que lo recuerda la posteridad se llama Elogio de la estupidez, equívocamente conocido como Elogio de la locura. Es un animado y contundente análisis de la condición humana, que incluye cuestionamientos a la religión que profesaba, por lo cual padeció acoso. La prosa de este holandés es clara, corrosiva y humorística. Vence y convence. “Que en mi rostro no se asome un gesto que mi corazón no comparta”, se le oía decir con frecuencia. Martín Lutero lo tuvo como uno de sus inspiradores.
En la literatura de lengua española, especialmente en el Siglo de Oro, fue paradigmático el enfrentamiento entre el fraile y poeta don Luis de Góngora (1561-1627) con el sarcástico inventor de los quevedos: don Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645). No cruzaron espadas, como era la usanza en la época, pero se atacaron sin clemencia mediante textos poéticos. Ambos se dieron. Todavía cabe en el recuerdo el soneto A una nariz, mediante el cual el creador del conceptismo intenta denunciar la estirpe judía de Góngora, lo cual pretendía ser una afrenta: “Érase un hombre a una nariz pegado / érase una nariz superlativa / érase una nariz jayón y escriba /, érase un peje espada muy barbado. / Era un reloj de sol mal encarado, / érase una alquitara pensativa, / érase un elefante bocarriba, / era Ovidio Nasón más narizado…”.
En la literatura en lengua inglesa, de larga tradición satírica, es ineludible el nombre del irlandés Jonathan Swift (1667-1745). Ególatra, soberbio, deán de la catedral de Oxford, conflictivo y todo lo que usted quiera, pero con un talento humorístico e iconoclasta listo para demoler malevos o farsantes así los protegiera la estructura del poder. Su Modesta proposición para evitar que los niños pobres sean una carga para sus padres o para Irlanda, y hacerlos provechosos para la sociedad, es una de las piezas teatrales de más largo título y una de las diez más montadas en el mundo. Cuando se publicó, le llovieron a Swift cataratas de improperios, especialmente de los más piadosos.
George Orwell (1903-1950) fue un prosista incisivo que no se detuvo a parpadear para ejercer la crítica en sus distintas expresiones. Rebelión en la granja y 1984 son sus novelas más conocidas; en ella muchos vieron una diatriba contra los regímenes totalitarios de la época y el anuncio profético de la vigilancia policial por parte del Estado. Sus crónicas poseen un filo formidable. En el vientre de la ballena, pongamos por caso, sostiene que James Joyce “es al mismo tiempo un poeta y un pedante colosal”. En el mismo texto encontramos esta irónica afirmación: “Cuando se dice que un escritor está de moda, prácticamente siempre se quiere dar a entender que goza de la admiración de los menores de treinta años”. Orwell, cuyo verdadero nombre era Eric Arthur Blair, profesó una profunda admiración por Jonathan Swift, como se sabe, otro de los soberbios satíricos.
La sátira es considerada como la forma más sencilla del ingenio, pero creo que esto no es así cuando corren malos tiempos…Jonathan Swift
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