JOSÉ LUIS GARCÉS GONZÁLEZ.
Los caballos en fuga son un inmenso trueno que revienta a la distancia. Al principio, los perros callejeros les ladraban y pretendían morderlos en las patas. Qué ignorancia. Una misma noche siete murieron destripados. De su atrevimiento solo quedó un amasijo de cuero y pelos, pues el resto de cuerpo y vísceras fue disuelto entre la avalancha de cascos y tierra dura.
Hay un Caballo Mayor, un caballo blanco, que tiene los ojos de fuego y las crines altivas, que siempre va a la vanguardia. Los ojos son las puntas de dos tizones encendidos. “Tizones de vara de indio con los párpados abiertos”, se atrevió a poetizar Nicasio Fonseca, que a veces tenía sus raptos metafóricos, y que apenas se estaba recuperando de la tremenda desgracia familiar que recientemente había sufrido.
Mola Morales, que no era primeriza, y que se había codeado con muchas de las caras del dolor y del miedo, se atrevió la quinta noche a medio abrir la puerta y a escurrir el cuerpo para mirarlos de cerca. Solo alcanzó a ver y a sentir una ráfaga. Quedó privada en el acto y únicamente pudo volver en sí después de que le lavaron diez veces la cabeza en una batea que contenía una mezcla de alcohol, hojas de anamú, zumo de ajo y capitana de troja. Dos meses demoró Mola Morales con la nuca torcida hacia la izquierda.
Para muchos, los caballos no galopan: flotan. No se oyen, dicen. Si galoparan sobre los terrones de la calle se escucharía el golpe apresurado de los cascos. Mentira, se percibe terrible el estruendo. Decir lo contrario es pagarle reales al miedo. Los pocos que llegan de noche al pueblo oyen el trueno continuado que produce la estampida, y se quedan en las casas de la periferia esperando que pase el tiempo del espanto. Dos lunes en el mes, después de las seis de la tarde, el pueblo queda desierto. Aunque los caballos salen al filo de la medianoche, los muchachos y las mujeres evitan transitar por las pocas calles que alumbran los mechones clavados en estacas, o por algunas débiles bombillas que parecen dar, más que luz, una sombra siniestra.
Cuando se inició esta estampida, muchos creyeron que esos animales eran caballos fugados de una pesebrera vecina, o, de pronto, bestias escapadas de algún circo ambulante. Pero no, nadie tenía por esos alrededores tanta cantidad de caballos ni seleccionados de manera tan rigurosa. Y el único circo que por allí había pasado, era el de Ciriaco, una famélica agrupación de payasos cuyo máximo número era un chivo que brincaba por entre un falso aro de candela.