CARMEN AMELIA PINTO
Todos rieron en el juicio cuando aseguré que no lo había matado a él, sino a su pierna.
Contra él no sería capaz del mínimo acto de violencia. Él, el ser que más me quiso en el mundo, y que ahora está muerto, porque yo no supe controlar mis manos.
Desde la tarde fría en que fui a pedirle empleo, sucio y hambriento, fue el hombre más grande que vieron mis ojos. Me recibió él mismo, me dijo que le había caído bien, y aunque no necesitaba a nadie más en su hacienda, me iba a dejar allí, haciendo lo que quisiera.
Era un hombre grande, fuerte, de sonrisa fácil y mirada penetrante. Yo admiraba su gran apariencia, pero admiraba mucho más su bondad sin límites.
Sólo dos meses después de haber llegado a su finca, aún sin experiencia, me nombró capataz. Yo, entre aturdido y contento, le pregunté:
—¿Por qué yo?.
Don Pedro, mirándome fijamente a los ojos, como para grabar en mi mente sus palabras, me dijo:
— Porque te quiero mucho, porque eres para mí el hijo que nunca tuve.
Y noté que sus ojos se ponían tristes y su voz temblorosa. Yo, no por agradecimiento, sino por respuesta de mi corazón, le dije que él también era para mí el padre que nunca tuve.
Fueron cinco años de bella relación entre “padre” e “hijo”. Llegué a tener el poder total de su hacienda, de su casa, y hasta ya tenía mi nombre en su testamento.
¡Cuánto lo quise y lo sigo queriendo, y qué feliz y protegido me sentía, pero qué horrible lo que sucedió después!
Don Pedro regresaba una noche a casa, llovía a torrentes y el camino estaba cenagoso. Su auto se precipitó al abismo. Él saltó primero, pero el carro pasó por encima de su pierna izquierda, dejándola como una tela tendida al sol.
Cuando lo encontramos algunas horas después, aún consciente, me sonrió y me dijo: “no te preocupes, muchacho, sólo fue una pierna, y gracias a Dios, ya las hacen ortopédicas”.
Al poco tiempo se la pusieron: gruesa, roja, grande y desprovista de bondad. Era fea, y, a mi parecer, también traidora.
Allí empezó mi calvario. Lo amaba a él, pero odiaba a su pierna, tal vez porque no era él. Creí que ese era un pensamiento vano y que pronto se apartaría de mí. Pero no. Cada día iba creciendo mi miedo y mi odio hacia ese objeto. Evitaba su presencia. Me sentía morir cuando me pedía que lo acompañara a dar un paseo por el campo. Temblaban mis manos de asco y repugnancia cuando, cariñosamente, me decía que se la quitara y la guardara.
Ya no podía dormir. En mi mente se había grabado la imagen de ese horrible objeto y no dejaba que mis ojos se cerraran.
Una noche cualquiera, perdido entre las brumas del insomnio, don Pedro me llamó. Corrí sobresaltado a su cuarto, y él, sonriente, me dijo: “disculpa que interrumpa tu sueño, pero tú sabes que con esta pierna no puedo dormir, y hoy se te olvidó quitármela”.
¡Cuánto hubiera querido decirle que no!, pero sé que no me hubiera entendido.
Me acerqué despacio a su cama, cerré los ojos y apreté con fuerza ese trozo de no sé qué material y lo saqué. En mis manos sudadas y temblorosas dejó de ser un objeto inofensivo y se convirtió en el monstruo más horrible que mi mente haya imaginado. Y lo tiré, con toda mi fuerza, lejos de mí. El ruido espeluznante que hizo al romperse en el piso, rompió también los vidrios de mi valor y me quedé allí, paralizado y sin aliento. Mis ojos ya no veían una, sino miles de pequeñas piernas regadas en el cuarto, inmóviles y amenazantes.
Ni siquiera me devolvió el valor la voz calmada de don Pedro: “no te preocupes muchacho, sé que hoy trabajaste mucho y te quedaste sin fuerzas. Recoge esos escombros y bótalos, mañana mismo mandaré traer otra más fuerte”. Así lo hice.
Esa noche pude dormir. Pero hubiera preferido no hacerlo. Soñé que estaba perdido en un bosque, sediento y cansado. Encontré un pozo y me puse a tomar en él. Cuando mi sed se hubo saciado se secó el agua del pozo, y en el fondo, minúsculas piernas de mármol dormían con placidez. Salí despavorido, pero ellas corrieron tras de mí, me alcanzaron, me tiraron al suelo y extraían de mi garganta otras muchas piernecitas que yo me había tragado con el agua.
Desperté sobresaltado. Abrí la puerta de mi ventana para que el aroma del jardín me devolviera la vida. Pero el jardín también estaba en mi contra. Los perros habían desenterrado los escombros que yo enterré y todo el patio de la casa estaba cubierto de ellos. Lo poco que me quedaba de fuerza se me fugó con esa visión y perdí el conocimiento.
Cuando volví en mí, don Pedro tocaba amorosamente mi frente, apoyado en un grueso bastón. “Muchacho, parece que necesitas unas largas vacaciones, ya los médicos te examinaron y no te encuentran nada, tal vez estrés por exceso de trabajo, duerme tranquilo, mañana te sentirás mejor”, dijo, y me dio un beso en la frente. “Sí, mañana me sentiría mejor, si no le trajeran su pierna ortopédica”, pensé.
Pero se la trajeron. Don Pedro me mandó a llamar, sonriente me miró y me dijo:
—Te tengo una buena noticia, ¡mira!, ya me trajeron lo que encargué.
Sentí mareos, me puse frío y perdí el conocimiento. Era algo más fuerte que mi voluntad.
Desperté en el hospital rodeado de un grupo de médicos que no le encontraban explicación a mi caso. Me preguntaban qué me pasaba y yo sólo callaba. Cómo explicarles que yo, domador de caballos salvajes, mantero de corralejas, cazador de serpientes, ¡le tenía miedo a una falsa pierna!
Fingí mejora, permitieron mi salida y me marché a la hacienda. Tenía un plan definido: decirle a don Pedro que me iba, no darle ninguna explicación ni esperar la respuesta de su asombro. ¡Yo no estaba dispuesto a seguir viviendo con ese monstruo!
Esa noche me armé de valor. Fui al cuarto de don Pedro a informarle mi partida. Entré sin tocar, para que lo poco de mi coraje no se gastara en el golpe. Él, sin alarmarse, me recibió como si me esperara.
—Mira muchacho lo que te compré, lo vas a necesitar porque ya empiezan a llegar los ladrones a la hacienda, espero que lo sepas usar—, dijo, y me entregó un revólver. Yo, que hasta ese momento no había levantado la mirada, lo hice, ya con el revólver en la mano, y mis ojos se tropezaron con su pierna desnuda.
Mi mano temblorosa hizo dos disparos; no a él, sino a ella. El primero dio en el blanco; pero el segundo dio en su corazón, porque don Pedro, ya sin fuerza, se había sentado en el piso, donde esperó el disparo mortal.
Ahora estoy aquí, en un juicio que me parece interminable y horroroso. No diré una palabra más ni alzaré la vista. Estoy paralizado de terror, porque descubrí que el juez, también tiene una pierna ortopédica.
(Tomado de Cuentos para comenzar la noche)